Por Raúl Alonso
Cuando observé a mi a padre con su gorra pensé que había llegado el momento. Muchos años antes, cuando aún no lograba mirar con comodidad la mesada de la cocina, él se había puesto una gorra de diseño pobre, un cuadriculado gris claro, más claro por su antigüedad que por su naturaleza, y lo vi mirarse en el espejo. Él no se dio cuenta de mi presencia y hacía ciertas muecas y se movía con gracia y miraba fijamente sus propios ojos intentando quizás encontrar en ellos el sentido final o sólo un pequeño motivo que le permitiese reír el resto del día o la semana o la próxima hora. Yo estaba apoyado en el marco de la puerta que daba al patio común. Años después encontré ese patio (o parte de él) descripto ferozmente por Héctor Murena en La fatalidad de los cuerpos. Y esa puerta que tanto atravesaba Elsa en la novela me servía a mí de apoyo para, con sólo entornarla, espiar el mundo de los grandes, atravesar mundos, colonizar el bosque o la compasión. La puerta estaba pintada de un color marrón oscuro, enigmático, atormentado y hacía bastante ruido al abrirla, pero siempre a partir de la mitad del recorrido. Yo podía abrir el espacio que a mi breve cuerpo le servía para entrar y nadie lo notaba, auditivamente mi presencia era bien parte de la nada, del vacío total, era como si uno se cayera de la tierra hacia ese agujero negro que no tiene sonido ni presencias ni estados de ánimo. Estaba apoyado en el marco de esa puerta y lo veía acomodarse la gorra hacia ambos lados, hacia atrás, hacia adelante, sonreía y se ponía muy serio pero cada uno de esos movimientos o esos gestos los llevaba a cabo con la elegancia de un caballero salido de las historias que él mismo solía relatarme los domingos por la mañana. Pensé que las gorras pertenecían a ciertos hombres que debían presentar credenciales o titulaciones, en gracias o en estilos pulcros, finos, pero también que debían de haber vivido unos cuantos años y haber demostrado en ellos ciertas actitudes de solidaridad o de señorío, de amistad, de renuncia o simplemente haber atravesado instantes del más abismal fracaso, no sé, convencido estaba de que no cualquier hombrecito se hallaría en condiciones de calzarse una gorra como esa y mucho menos lucirla como lo hacía mi padre esa mañana. Por un momento tuve la intención de dar a conocer mi presencia ahí y pedirle que me la acomodara en mi cabeza rubiona. Pero preferí continuar con el placer de observarlo, o quizás haya sido miedo de que mi impertinencia lo incomodara y me ligara un reto o una penitencia (es raro, siempre temía por un reto o una penitencia que nunca llegó, pero nunca). Lo observé mirarse una vez más fijamente y le guiñó un ojo a su imagen reflejada y dijo en voz alta: “Esto es para viejos”, mientras se la quitaba y la llevaba a la habitación lindera, separada por una arcada, y que compartía con mi madre.
A los pocos días ya había olvidado la circunstancia de mi padre y la gorra grisácea. Pero resabios habían perdurado de algún modo porque a la tercera o cuarta noche soñé con ella. Y en el sueño me podía ver a mí mismo ingresar a la habitación de mis padres y dirigirme a la cajonera en busca de la gorra. Allí encontré fotos de mi padre durante su infancia y su juventud, monedas en desuso, un larguísimo collar de plata rematado con una cruz muy pesada (mi abuela coleccionaba esas piezas de dudoso valor), un carnet del partido peronista, su decena de calzoncillos blancos y celestes, una pipa, dos bufandas y debajo de ellas, doblada con la visera hacia afuera, la gorra. La quité torpemente del cajón y la tomé con las dos manos mientras me dirigí al espejo. Tenía la cabeza inclinada mientras intentaba colocarme la gorra y sólo recuerdo haber gritado muy fuerte cuando la levanté y vi la imagen que el espejo reflejaba, mi cuerpecito hundido en mi remera a rayas rojas y blancas, horizontales, mi jean de Lee que sobraba por todos los costados, pero el rostro que ese espejo reflejaba era el de mi padre. Yo movía mis ojos de un lado a otro, me tocaba la oreja derecha, hacía movimientos y todos ellos se reflejaban cabalmente pero con la fisonomía de él, íntegra, inamovible. Desperté y me incorporé con violencia en la cama. Estaba extenuado y sólo descubrí el sol por la ventanilla de mi pequeña habitación. No se oían ruidos en el patio. Me asomé a la mañana y observé que las puertas de las otras habitaciones permanecían cerradas. Serían las nueve de la mañana, mi madre ya había salido a realizar las compras para el almuerzo. No había nadie en la casa. Lentamente me dirigí a la sala y me senté junto a la ventana que daba a la calle Artigas. El sueño había terminado pero yo no lo aceptaba del todo. Me apresuré y entré a la pieza de mis padres y fui casi corriendo hasta la cajonera. Nunca había abierto su cajón. Pero allí estaba todo, las fotos, las monedas, la cadena, su carnet, su pipa, sus calzoncillos, sus bufandas y su gorra. La tomé con mis dos manos y ahí mismo la deposité en mi cabeza seguro de habérmela calzado correctamente, aunque sobraba por ambos costados, fui hacia el espejo de la sala y me observé en él. Erguí mi pecho, lo rellené con todo el aire que pude tomar y me quedé allí, mirándome unos minutos. “Esto es para viejos”, dije en voz alta intentando hacerla muy gruesa, una voz que retumbara, que se replicara sobre su mismo eco (como en las filas traseras de los spirituals, tal vez, sí, así, así) y repetí “esto es para viejos” y recordé que el cielo durante la noche había estado cubierto de unas nubes muy alargadas y que el pan de la mañana estaba renegrido y mi madre había salido. Me miraba fijamente a los ojos semicubiertos por la visera gris, en silencio, oí que todas las puertas de las habitaciones que daban al patio se abrían a la vez y se escuchaban risas durante los minutos pares y llantos en los impares y que muy tenuemente sonaba una trompeta, una trompeta de mentiras soplada dulcemente, y el viento comenzó a delatarse con vehemencia y comenzaron a caer los libros de mi padre de sus estantes, las obras de Borges profundizaron el verde de su tapa al caer cerca del fuego y la radio no cesaba de emitir voces confusas, música atonal y alguien que exclamaba muy bajito “vamos ganando”, y entonces cerré los ojos, por fin y comencé a anudarme la corbata. Cuando giré la cabeza me sorprendí al ver a mi hijo apoyado en el marco de la puerta marrón. Lo tomé de la mano. ¿Qué hacés ahí tan silencioso? Salimos juntos al patio, había comenzado a llover.